Fuga en el Oriente… de La Pampa

Figure-Francis Bacon(Por Guillermo Quartucci) Tercera parte del menú, el Operativo Aráuz, en un tono más narrativo y, por lo tanto, menos pesado. ¡Esperemos que no le caiga mal al lector!

 Segundo plato

 Fuga en el Oriente… de La Pampa

 Una de las obras más representativas de la literatura clásica japonesa son los Cuentos de Ise, escritos en el siglo IX por un aristócrata de nombre Ariwara no Narihira. Incluido en la colección Biblioteca Personal de Jorge Luis Borges (Buenos Aires, Edit. Hispamérica, 1985), el libro consta de 125 historias breves, en cada una de las cuales se combinan prosa y poesía, esta última del género tanka o “poema breve” de 5 versos. Cada una de las historias comienza invariablemente con la expresión  Había una vez un hombre… (Otoko arikeri, en japonés). A la manera de los Cuentos de Ise, presentamos al lector el siguiente relato:

Había una vez un hombre optimista  que se negaba a aceptar que la maldad reinara en el mundo. Cinéfilo admirador de Ingmar Bergman, su película El demonio nos gobierna le parecía fascinante como planteamiento filosófico, aunque consideraba que la realidad era mucho menos sombría y perversa que la propuesta por el director sueco: después de todo, el ser humano era una criatura destinada a alcanzar la luz y, con mucho esfuerzo, el estado de gracia, aunque en ocasiones la vida le pusiera obstáculos a primera vista insalvables.

   El hombre, como se habrá notado, desconfiaba de los preceptos de la iglesia, y más bien su optimismo radicaba en la creencia de que el correcto funcionamiento de la naturaleza y la razón humana constituían los nutrientes de ese optimismo inveterado que canalizaba en la docencia, el camino elegido para estar en armonía con el prójimo y con los asuntos de este mundo, que son, en definitiva, lo único que consideraba auténtico.

   A mediados de marzo de 1976 el hombre comenzó a enseñar historia en el colegio secundario de una pequeña población de la pampa seca argentina llamado Jacinto Aráuz, para lo cual viajaba una vez por semana en un desvencijado ómnibus desde Bahía Blanca, donde residía con sus padres. Así, transcurrieron cuatro meses sin que ningún sobresalto –a excepción del golpe militar del 24 de marzo- se interpusiera en el camino que se había trazado hasta las vacaciones escolares de invierno, que comenzarían a mediados de julio de ese año, después de las cuales emprendería su derrotero hacia tierras lejanas en búsqueda de nuevos horizontes que le ayudaran a perfeccionar el camino elegido.

   La ruta 35, que une Bahía Blanca con Jacinto Aráuz, era el espacio físico por el que el hombre se desplazaba, en medio de un paisaje semiárido sembrado de paja vizcachera en el que sólo de vez en cuando se erguía a duras penas algún arbolito achaparrado cuya evolución de siglos le había permitido sobrevivir en el inhóspito erial al cual los pueblos originarios, antes de ser exterminados por el hombre blanco, denominaban Huecuvu Mapu, la “tierra del diablo”. Si bien aparecía nuevamente la palabra con la que los primitivos habitantes aludían a un ser equivalente a la criatura roja con cuernos y tridente imaginado por la iconografía cristiana, el hombre prefería interpretar aquella imagen como una metáfora de un lugar carente de agua, propicio sólo para ser habitado por seres siniestros nacidos de la superstición de los mortales.

   La mañana del 14 de julio amaneció muy fría. El viaje hasta Jacinto Aráuz fue tranquilo, como era habitual. Cuando el ómnibus llegó a destino, el hombre enfiló hacia la escuela secundaria. Eran las once menos cuarto de la mañana y la clase en tercer año empezaba a las once. Tenía el tiempo suficiente para atravesar las vías del ferrocarril que dividían en dos al pueblo y tomar unos minutos de aliento antes de comenzar la tarea. Sentado en el andén de la estación se encontró con un empleado quien, al verlo, le dijo:

─ ¿Usted va a la escuela? Mire que desde la mañana temprano llegaron militares y policías, y se están llevando a los profesores.

   El hombre, más que temor sintió sorpresa ante el comentario, pues en aquella pequeña población rural perdida en el desierto pampeano aparentemente nunca pasaba nada. Pese a las dudas, sin otro lugar adonde dirigirse más que a la escuela, echando mano al optimismo que lo caracterizaba, pensó que lo más prudente era hacerse presente con la seguridad de que no habría de tener ningún problema.

   Los alumnos de tercer año acababan de sentarse, después del consabido “buenos días, profesor” exclamado al unísono, cuando se abrió la puerta del aula y entraron dos soldados jóvenes con sendas armas largas al hombro, que le preguntaron por su nombre. Al responderle que en efecto era a quien ellos buscaban, cada uno tomó por un brazo al profesor y lo sacaron al pasillo. Allí lo pusieron de cara a la pared para palpar su cuerpo, como buscando armas. Después lo condujeron hasta un vehículo estacionado pegado al mástil del patio, con una inscripción del gobierno provincial en la puerta, junto al cual estaba parado un uniformado. Éste, sin pronunciar palabras, le quitó los lentes y los guardó en el bolsillo del abrigo del hombre. Después de cubrirle los ojos con una venda improvisada, con la bufanda le ató bien fuerte las manos por detrás, y lo empujó a la parte posterior del vehículo. ¡El hombre estaba siendo secuestrado!

   Lo que sucedió en el resto de la jornada parecía formar parte de un rompecabezas que al hombre optimista le costaba armar. Hubo interrogatorios en la comisaría local, siempre con los ojos vendados, en los que, golpe va, golpe viene, y un arma percutida en las sienes, el torturador le preguntaba cosas inverosímiles relacionadas con la subversión y le tiraba nombres de personas de Bahía Blanca, algunas de las cuales conocía de la universidad, siempre con la amenaza de que “no hablar te puede costar Rawson o la vida”. Después de esta sesión de tortura, fue llevado a la cocina de la comisaría, donde circulaban mujeres que diligentemente preparaban café o lavaban la vajilla. En un momento, un niño de nombre Claudio, al parecer hijo o nieto de una de las mujeres a la que algunos llamaban Negra y otros señora Arellano, se acercó al hombre inmovilizado que estaba sentado en una silla. La madre o abuela le dijo entonces:

─ ¿Viste? Así ha estado toda la mañana, sin moverse, como una estatua.

   El niño parecía estar resfriado pues el hombre sentía muy cerca de él el sonido de su respiración dificultosa mientras lo observaba. Después, tras serle quitada la venda por unos instantes, al hombre le hicieron firmar una declaración mecanografiada que no tuvo tiempo de leer.

   Las horas transcurrían y finalmente alguien, sacando al hombre del calabozo que había sido su último destino después de rodar por varios recintos de la comisaría, le cambió la bufanda que inmovilizaba sus muñecas por unas esposas de metal a las que ajustó con sumo cuidado, igualmente por detrás. Ni el hombre, ni el desconocido que ejecutaba con precisión la rutina, podrían haber imaginado que ese pequeño detalle del cambio de una bufanda por esposas jugaría un papel clave en los hechos que se sucederían un par de horas después.

   El hombre fue sacado de la comisaría y subido al mismo vehículo de la mañana. La venda, al cabo de las horas, hacía que los ojos le ardieran. Pidió al conductor del vehículo, junto al cual iba sentado, el mismo que lo había llevado hasta la comisaría, que por favor le sacara la venda, a lo cual éste le respondió:

─ ¡Para qué si dentro de un rato te la va a sacar San Antonio!

   Fue entonces cuando el hombre terminó de armar el rompecabezas y se dio cuenta de que ahora, más que nunca, debería actuar con la cabeza muy fría, ponerla en estado zen suprimiendo las emociones, si pretendía salir de aquello que se había ido transformando en un infierno, pero no en ese infierno metafísico del que descreía, sino  en el infierno construido por hombres como él. ¡El infierno eran los uniformados!

   Finalmente, después de varios minutos de marcha, llegaron a un lugar en el que había otros secuestradores esperando. El hombre se dio cuenta de que en la habitación donde lo metieron había más personas secuestradas. De una dependencia continua, a través de una puerta, llegaban voces que se burlaban de ellos anunciándoles que cuando llegara el Gringo serían fusilados. De vez en cuando, uno de los secuestradores se asomaba y exclamaba perversamente: “¡Se están portando bien los muchachos!”.

   Sin duda, quedaba muy poco tiempo. ¿Qué hacer? El hombre era muy delgado y sus manos pequeñas. Sin mayor esfuerzo, logró que la izquierda zafara de la esposa. Rápidamente, levantando ligeramente la venda, se colocó los anteojos que el conductor del vehículo había dejado en el bolsillo del abrigo. El lugar estaba en penumbras, sólo iluminado por la luz que, a través de una puerta, provenía de la habitación contigua, donde estaban los secuestradores que de tanto en tanto se asomaban para comprobar que todo estuviera en orden. El hombre vislumbró tres siluetas sentadas en el suelo apoyadas contra cada pared de la habitación, sin duda otros secuestrados que, al igual que él, estaban con las manos hacia atrás y los ojos vendados. Le llamó la atención que las presas estuvieran en la penumbra mientras los cazadores se movían en un espacio muy iluminado. “Usualmente es al revés”, pensó. “No parecen muy expertos estos cazadores” fue una reflexión que le dio ánimo.

   Junto al hombre había una puerta. Sigilosamente, la abrió y vio que daba a un pasillo que comunicaba con otra habitación en la cual había una ventana. “¡Ojalá estuviera abierta”, pensó. Sería por ella que se escaparía de sus captores en el momento adecuado.

   De pronto, al escucharse el motor de un vehículo que se aproximaba, los uniformados empezaron a gritar excitados que llegaba el Gringo. El hombre entonces, determinado a que a él no lo iban a fusilar tan fácil, se puso de pie, abrió la puerta, atravesó el pasillo y abriendo la ventana de la habitación saltó hacia la oscuridad. Corrió, corrió y corrió por el terreno cubierto de paja vizcachera hasta quedar sin aliento. Después de saltar un alambrado, ya lejos de la construcción de la cual se había fugado, se detuvo a mirar a su alrededor. ¿Dónde se encontraría?  A poca distancia vio luces de automóviles que se desplazaban raudos. “Sin duda, la ruta 35”, pensó. Más allá, en la noche diáfana de invierno, las luces de un caserío señalaban casi con certeza que se trataba de Jacinto Aráuz. Debía evitar dirigirse hacia allí.

   Caminó hacia la ruta, pero antes de atravesarla observó el cielo y a lo lejos, en el horizonte, casi rozando la tierra, divisó la Cruz del Sur. ¡Hacia allá se dirigiría para tratar de llegar a Bahía Blanca! Rápidamente atravesó la ruta y se metió en el campo de lado derecho, buscando las vías del ferrocarril que corrían paralelas. Cuando las encontró, empezó a caminar por ellas, ya seguro de que a sus captores, por el momento, les sería muy difícil encontrarlo en aquella inmensidad helada. Las vías corrían por un terraplén a varios metros del suelo. El hombre empezó a forzar la esposa que colgaba de su muñeca derecha hasta que consiguió sacarla, no sin arrancarse la piel de la mano. Al hacer esto, las esposas cayeron en una corriente de agua que pasaba por debajo del puente que en ese momento atravesaba. Pero lo importante era que ya estaba libre de ellas.

   Después de caminar varias horas, cuando empezaba a amanecer, se encontró con  un silo no lejos de las vías que, afortunadamente, estaba vacío. En el lecho formado por el escaso grano que quedaba dentro durmió hasta que el mugido de unas vacas lo despertaron. Según su reloj, que tampoco le había sido sustraído, era el mediodía, por lo que hasta que dieran las cinco, hora en que el sol se ponía, tendría que quedarse por precaución. El hombre había llegado a la conclusión de que la mejor forma de avanzar para no ser descubierto sería caminar de noche, aprovechando además que no había luna.

   Al día siguiente consideró que las vías también podrían ser un lugar demasiado obvio para seguir huyendo, por lo que se desvió un poco hacia la derecha, hasta encontrar un camino vecinal de tierra flanqueado por alambrados. Desde allí podía ver las luces de los vehículos que a la distancia se desplazaban por la ruta 35, que era la que guiaba sus pasos hacia Bahía Blanca. Sin embargo, ya cercana la hora en que el sol empezaría a despuntar, vio que a lo lejos, por el mismo camino, se acercaban dos vehículos con las luces encendidas. En aquella inmensidad desprovista de vegetación en la cual esconderse, lo único que atinó el hombre fue echarse de espaldas en una zanja profunda cavada al costado del camino. Desde allí vio cómo, un par de metros arriba, pasaban los vehículos, el primero con un reflector muy potente que dos soldados movían apuntando hacia lo lejos en los campos adyacentes. ¡Sin duda, lo estaban buscando!

   Por fortuna, no se dieron cuenta de que él estaba allí agazapado y siguieron la marcha. Nuevamente el hombre pensó que los cazadores no eran muy expertos por la manera demasiado ostensible con que señalaban su presencia. En momentos en que empezaba a amanecer, el hombre se metió en un campo junto al camino, cavó una zanja longitudinal en el suelo recién arado, se acostó en ella y con las manos empujó la tierra desplazada hasta quedar totalmente cubierto, con sólo la cabeza afuera. Desde allí pudo ver cómo los vehículos se metían en una chacra cercana y estacionaban los vehículos en un bosquecillo de eucaliptos. Allí permanecieron hasta que se ocultó el sol, para luego seguir su camino.

   La cinefilia constituía para el hombre y los de su generación una suerte de culto rayano en lo religioso. En su huida, no podía dejar de sentirse dentro de alguna película de las miles que había visto en sus tres décadas de vida. La más recurrente era Figuras en el paisaje, de Joseph Losey, en la cual un  par de fugitivos tratan por los medios más ingeniosos de burlar a quienes los buscan, igualmente hombres uniformados. Pero a diferencia de esa magistral película, los cazadores pampeanos carecían de medios y de auténtica voluntad de alcanzar su objetivo. Por empezar, no llevaban perros, como los de la película, que habría sido la forma más sencilla de ubicar a la presa. Tampoco hubo desplazamientos de helicópteros que les hubieran permitido observar desde arriba el paisaje y cualquier cosa que se moviera en él.

   Otra forma de dar con el evadido habría sido, como en la película de Losey, que formaran pelotones y caminaran a campo traviesa, como él lo estaba haciendo. Pero sin duda aquellos hombres buscaban la manera más fácil y sólo atinaban a montar un vehículo y observar cómodamente desde éste, sin el menor esfuerzo físico. Tampoco serviría, como de hecho lo hicieron, inspeccionar cada vehículo que circulaba por la ruta 35 en caso de que alguno hubiera levantado al fugitivo. El hombre sabía que sólo dependía de él llegar sano y salvo a su destino, para lo cual, lo único seguro era seguir caminando a pesar de carecer de agua y comida.

   Huecuvu Mapu y las maravillas que encierra serían la salvación del evadido, y los demonios que lo habitan resultarían ser no más que unos torpes individuos que sólo armados ante una presa inerme se debían de sentir héroes, a la manera de los marines de Vietnam que también habían fracasado en su intento de sojuzgar a un pueblo resuelto a ser libre.

   Mientras caminaba por aquel paisaje desolado, pero a la vez acogedor, el hombre compuso mentalmente un par de poemas. El primero, dedicado las aves de la noche que lo acompañaban en la travesía decía:

Por querérseme acercar

las nocturnales lechuzas

rozando las vizcacheras

vuelan en círculos áulicos

encima de mi cabeza.

 

El otro poema estaba dedicado a la resiliente vegetación del páramo:

 En Huecuvu Mapu

si el humilde caldén

una persona fuera

“Ven conmigo”, le diría,

buscando su compañía.

    A 37 años de aquellos sucesos extraordinarios, el hombre sigue preguntándose qué fue lo que le permitió llegar sano y salvo a destino después de caminar durante seis noches, más allá de su voluntad de supervivencia: ¿la mente zen, el cine o los recursos infinitos que ofrece Huecuvu Mapu?

 (Continúa mañana)

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