Dijo que fue por cobarde

En la primera audiencia del juicio al represor Gustavo Abel Boccalari y tras la lectura de la acusación y una larga indagatoria al imputado, se escucharon tres testimonios sobre el accionar de la Policía Bonaerense durante la dictadura.

El comisario retirado está imputado por el secuestro y desaparición de Julio Mussi y atraviesa un debate exprés luego de quedar fuera del Juicio Ejército III por recusar al tribunal. El viernes entró y salió en la cómoda camioneta de su hija rumbo a su casa, donde goza de prisión domiciliaria.

Los jueces Luis Salas, Pablo Díaz Lacava y Marcos Aguerrido convocaron a una nueva sesión el próximo 24 de febrero a las 9 en Colón 80. En tanto, mañana a las 15 y pasado a las 9 se presentarán los últimos testigos de la Fiscalía en la causa Ejército III donde son investigados otros 34 genocidas por un centenar de casos.

Julio Argentino Mussi fue secuestrado el 22 de marzo de 1977 en Comodoro Rivadavia y trasladado junto a varias personas al V Cuerpo del Ejército. Acusado de facilitar vehículos para la “subversión”, en un vagón de ferrocarril abandonado al que los captores llamaban “el avión de madera”, fue torturado por días hasta que enfrentó a los policías y militares que lo asesinaron y desaparecieron.

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En su larga defensa ante el tribunal el represor prometió no victimizarse pero le duró poco. Afirmó que no fue el jefe de la Sección Cuatrerismo sino que fue uno de los puestos que le facilitaron y del cual «abusó» para atender la demandante salud de su esposa. Que el subcomisario Luis Cadierno -quien por su personalidad «no aceptaba opiniones»- era el único malo entre los malos y  que «quizás fui un cobarde por no decir esto no va conmigo pero estaba con las manos atadas».

Intentaba así desvirtuar su intervención en el secuestro de un grupo de personas detenidas en Comodoro Rivadavia y trasladadas a Bahía Blanca donde fueron torturadas y, en el caso de Julio Mussi, asesinado y desaparecido.

Sin embargo, admitió que viajó al sur con Cadierno, que voló a Bahía junto a los capturados y a una guardia militar en un avión Hércules del Ejército, que las víctimas fueron reducidas en la mitad de un vagón ferroviario que funcionaba como depósito de la sede policial donde estuvieron «atados, vendados, apilados» y que, efectivamente, fueron torturados. Pero eso sí, «cuando yo no estuve».

Boccalari tenía por encima a Cadierno y por debajo a una decena de suboficiales a su cargo a quienes mandaba cumplir funciones vinculadas a Cuatrerismo. «Si pasaba algo con la gente del vagón, ¿quién les daba las órdenes? No sabría explicarle».

«Los detenidos estuvieron tres o cuatro días, algunos fueron liberados y otros los trasladaron a la Brigada de Investigaciones. Yo llevé a dos, no me acuerdo a quiénes. Sí que me mandaban seguido a controlar a la Brigada, que no era mi función, a ver si los presos estaban ahí. Los llevaba en los vehículos de la policía, iban como supuestos delincuentes esposados pero no encapuchados», dijo.

El comisario declaró que «en una o dos ocasiones estuve por una hora o veinte minutos y en ese momento interrogaba el inspector Cadierno, estaban atados, tengo dudas pero diría que encapuchados. Cuando estaba ahí el comisario interrogando yo escribía lo que me decía». Agregó que a las víctimas se les leían las declaraciones en presencia de dos testigos que solían ser un ganadero y un empresario «conocidos» de Cadierno -Julián Cangelosi y Marcelo (?)-.

Sobre el final de la audiencia el imputado reconoció su firma en actas de un expediente incorporado a la prueba a pedido de la Fiscalía.

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Desde febrero de 1977 Antonio Joaquín Chilavert comenzó a ser perseguido por efectivos de la Brigada de Investigaciones de la Policía Bonaerense. Vivía en Brown al 500, muy cerca de la delegación de Pueyrredón 30, y permanentemente veía al personal. También pudo identificar a otros hombres a quienes había visto ingresar al Destacamento de Inteligencia de calle Chiclana.

El miércoles previo a la Semana Santa de aquel año construía su nueva casa en San Lorenzo y Misioneros cuando dos jóvenes le preguntaron por una dirección y salieron sospechosamente hacia el lado contrario al que les indicó. Por la noche, escuchó ruidos raros en el techo de la vivienda de calle Brown. «Asomé la cabeza y vi figuras humanas que se escondían detrás del tanque. Me metí adentro, dije que sea lo que dios quiera y esperé».

El jueves era feriado y arrancó temprano en la obra. Necesitaba un poco de agua para un pastón y cruzó a la canilla pública del Hospital Penna. «Aparecieron muchos autos y camionetas convergiendo desde los cuatro puntos, bajó mucha gente. Me subieron a una de las camionetas, Chevrolet azul con puertas traseras, siempre la veía en la Brigada. Me llevaron varios metros a los golpes en el aire. Mi preocupación era que cerraran la obra porque tenía grifería, sanitarios, cocina y calefón sin poner, me había costado un montón tenerlo e ingenuamente les pedía que me cierren la casa».

La camioneta tomó camino al centro por Necochea. Uno de los secuestradores se bajó cerca de la cancha de Villa Mitre. Chilavert levantó la vista y reconoció a un tipo de la Brigada que hasta hace poco se desempeñaba en la Departamental de Alem. Lo golpearon y lo encapucharon con su campera. Luego lo vendaron con un cuero de oveja, la lana sucia apretaba sus ojos.

Siguieron por Maipú, doblaron en la Estación Rosario y derecho por Brown hasta cruzar las vías. Doblaron a la izquierda, unas ocho cuadras, doblaron a la derecha, otras ocho o diez cuadras y otra vez a la izquierda pasando por un empedrado. «Era el Mercado Victoria donde había un destacamento de Cuatrerismo».

Subió un par de escalones de madera cuando lo metieron en una habitación amplia donde lo golpearon e interrogaron por una decena de horas. Le preguntaban por compañeros del Peronismo de Base. Había dos que le pegaban y uno al que llamaban Coronel con quien se podía discutir políticamente.

«Yo planteaba que sí tenía alguna actividad social, religiosa, sindical que era lo que me estaba mostrando. Me preguntaba cuál era mi postura en relación a la lucha armada y demás». Quería información sobre «el torta». Se trataba de Armando Lauretti, un ingeniero agrónomo que él conocía como «el cabezón» y que para entonces lo hacía en La Escuelita o en la cárcel.

Chilavert supone que puntualmente lo buscaban por el contacto que estableció con un joven militante montonero, apodado «el nene», con quien discutía la posibilidad de «activar una CGT en la resistencia. «Mis compañeros del PB presos mandaron a decir por sus esposas que los sacaban de la cárcel para torturarlos preguntando por mí y mi vínculo con esta persona. Me enteré en enero del 77 por lo que dejé de contactarme con él. Al mes siguiente cayó su compañera y supuse que él también estaba secuestrado o muerto».

Cuando terminaron, lo encerraron en un calabozo de material y puerta de chapa. El sábado lo volvieron a llevar a la habitación donde se encontró con su esposa. «Nos dijeron que era Pascua de Resurrección así que nos iban a liberar y que en algún momento nos íbamos a encontrar en la misma trinchera».

A 300 metros del Balneario Maldonado los sacaron de un auto, les ordenaron arrodillarse y «tuve la sensación de que nos iban a pegar un tiro en la nuca». Cuando el vehículo arrancó, paró una camioneta y unos policías preguntaron qué estaban haciendo ahí. «Me están preguntando lo que están viendo», contestó Chilavert.

La camioneta Dodge color ladrillo se detuvo en la Brigada de Investigaciones. Al salir supo que el Cholo Medina, un sobrino de su padrastro que trabajaba en la policía, avisó a su madre que iba a ser liberado. Mencionó además que Medina participó de un operativo en el cual buscaban a Norma Robert, secuestrada en Carhué el 15 de octubre de 1976.

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Mónica Teresa Colaiani, esposa de Chilavert en la época de los hechos, declaró que fue secuestrada una noche de abril de 1977 cuando esperaba en la puerta de su casa a Antonio que estaba demorado. En Brown 576 vio acercarse desde la esquina de Undiano a dos personas que la agarraron de los brazos y la subieron a una camioneta blanca. «Les pedí que no me llevaran, que tenía a mi hijo de un año y tres meses solo durmiendo en la cuna. Por supuesto que me llevaron igual, quedó todo abierto, las luces prendidas».

«El boludo de Salomón no abrió el portón», escuchó al llegar a destino. En una habitación le preguntaron por Mecha. «Les digo que la he visto pero no tengo conocimiento ni datos sobre ella. Me muestran una especie de álbum de fotos. Reconozco a una persona que después supe que se llamaba Carlos Príncipi». Alguien escribía a máquina algo que ella iba a firmar sin leer.

«En otro lugar me toquetearon, me gatillaron, había mucha gente, era todo muy confuso. Ahí recién me esposaron y me pusieron algo que cuando me soltaron supe que era la campera de mi marido, arriba de la venda y las esposas».

Tiempo después la dejaron en una sala con su marido frente al «Coronel» que «empieza dar un discurso político en términos muy nacionalistas y nos dice, casi textuales palabras, no sé si porque estamos cerca de Semana Santa o porque somos muy buenos -ustedes tendrían que ir a la cárcel por encubridores- los vamos a liberar».

Luego de la escena de la entrega del «paquete» ya relatada por su esposo, Colaiani recordó que «en la Brigada nos toman todos los datos personales y familiares -hasta de los primos-, nos sacan una foto y nos toman las huellas. Mientras estoy ahí, entra una persona a la cual le dicen Salomón no sé cuánto».

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Eduardo Mario Gastañaga es ingeniero agrónomo y trabajaba en la Asociación Médica cuando, días después de una frustrada luna de miel -un robo en su departamento obligó a la pareja a abandonar Mar del Plata-, sonó el timbre en Mitre al 500 y se encontró con dos policías de civil que se los llevaron en un Torino blanco.

Al llegar a La Escuelita los vendaron y los separaron. A él lo dejaron en una pieza, al día siguiente lo hicieron desnudar y lo trasladaron a una cama. 24 horas después lo ataron de manos y pies a un elástico metálico sin colchón para picanearlo. Al rato empezaron las preguntas «por el príncipe». No entendía y pensaba mientras lo torturaban. Podría ser Carlitos Príncipi, un compañero de estudio. «No dije nada».

Perdió la noción del tiempo pero ya sería Semana Santa cuando lo pusieron con su mujer en otra habitación donde pudieron comer y tomar algo. Otra vez fue el Torino blanco el que los dejó en una construcción de cemento, un puente. «Cuando nos sacamos la venda vino un patrullero, nos suben, nos preguntan qué hacen acá, y nos llevan a la Segunda. Antes de eso nos habían llevado a calle Pueyrredón, la Brigada de Investigaciones».

«En la Segunda nos ponen en celdas separadas, me reciben con una trompada en el estómago y a la noche nos llevan para liberarnos en un vehículo que por el sonido era un DKW hasta un basural, de ahí nos fuimos caminando», concluyó.

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